La caja
La caja
(Diciembre 2016, La Balam)
La muerte es algo natural e inevitable, pero no deja de ser difícil y a veces incomprensible, sabemos que hay sufrimiento en el mundo y que existen lugares donde hay historias desgarradoras de olvido, de dolor y muerte, aun sabiendo eso no podemos dejar de preguntarnos ¿Por qué?
Tenía yo 17 años y mas dudas que respuestas, mas inseguridades que afirmaciones pero aun así fui… Era mi primera “misión” y aunque siempre he sido un ser altamente espiritual, la cuestión de la religión me generaba desconfianza. Vacilante con un discurso que yo misma no creía del todo, llegué a una comunidad donde el olvido era una constante, la pobreza un estado, la marginación un estigma que hería mi cómoda realidad. ¿Quién era yo para llevar un mensaje de esperanza?
Esa tarde fue otro día de trabajo intenso y emotivo con los jóvenes y los niños, esos niños que nos alcanzaban en el camino, después de que habíamos recorrido de varios kilómetros, que para ellos era la distancia rutinaria hacia otra comunidad menos olvidada. Sus ojos se encendían, corrían y se colgaban en nuestro cuerpo, los brazos, los hombros, los pies…Caminábamos con sus pequeños cuerpos encima, riendo a carcajadas, porque nuestra visita era algo diferente en su día. Ellos me enseñaron a gozar de las cosas simples, me enseñaron a no preocuparme demasiado con nimiedades, a sonreír con las novedades y a disfrutar.
Alguien llegó a buscarnos de manera desesperada, había pasado algo y el ambiente se tornó pesado y gris. No comprendí del todo o no quise hacerlo, pero cuando llegamos, todos los adultos estaban ahí, una casita de lámina y madera, una habitación oscura, con mucho polvo y mucha tristeza. –Se murió mi niña- dijo en un llanto desolador, en un tono que lastimaba de penetrante dolor. –Se murió mi niña-. Teníamos 17 años, nos miramos unos a otros aturdidos, nuestro líder de grupo conservó la calma y se acercó, como inercia lo seguimos, con nuestra sola presencia dimos un poco de resignación. Y me volví a preguntar. ¿Quién soy yo, quién soy yo para brindarles fuerza?
Resultó que ella tenía 8 meses de embarazo y mucha ilusión de ver pronto a su nena, pero ese día su vientre no estaba dinámico, y ella vive a 3 horas de un centro de salud. Resulta que entre los dolores, la fiebre, el sangrado y el desvanecimiento, tenía que lidiar con el abandono, olvido y marginación. Estaba acostada en un petate cuando llegamos, la bebé ya no estaba en sus entrañas, no recibió ayuda médica de ningún tipo y yo no me imagino el dolor físico y del alma que tenía, tampoco supe cómo sacaron de su vientre a su hija, lo único que supe fue que eso no era relevante para ella, porque decía: -Se murió mi niña- y en su voz podías percibir el abatimiento del alma que superaba el dolor físico.
Teníamos 17 años y no sabíamos que hacer, nos acercamos y tratamos de brindarle consuelo pero no hacía falta, ella tenía muy claro desde un principio lo que seguía. –Quiero que la bauticen- dijo. –Quiero que la bauticen y hagan una ceremonia litúrgica. Quiero que se llame María José porque representa a nuestra Señora Madre y a José padres de Jesús que me permitieron conocer a mi niña, y que deciden llevársela con ellos porque Dios la necesita más que yo- Me quedé sin aliento, yo estaba furiosa y pensaba ¿por qué? Sentía mucha rabia con ese Dios que ella aceptaba sin duda y humildad, esta mujer nos brindaba a nosotros una lección de fe, esperanza y resignación.
En ese lugar tan olvidado, no había ni sacerdotes ni diáconos, y en sentido estricto no nos correspondía hacer dicha ceremonia, pero Memo, nuestro líder, aceptó pensando que podría ser algo representativo pues no se nos ocurría otra manera de apoyarlos.
Salimos de la habitación, y vimos la caja, era una cajita de zapatos, que tenía unas velas alrededor y una telita blanca por debajo. No nos acercamos, procedimos a organizar a la gente, que apoyaba sin condiciones y con mucha disposición, recopilamos nuestros apuntes, documentos y libros para hacer la ceremonia. Los compañeros que no pudieron con el llanto tuvieron que salir del lugar, teníamos 17 años y muchos no se habían enfrentado con la muerte. Los ojos de la comunidad estaban en nosotros, eran ojos de esperanza y gratitud. Las cosas fluyeron e hicimos el rito. Tuvimos que acercamos a María José, era algo inevitable, la sacamos de la caja y ahí estaba, completa y perfectamente formada, era hermosa y regordeta, dormida eternamente en un tono azul, jamás olvidaré su imagen. Entonces… la besamos, nos despedimos de ella con un beso. En el momento que mis labios tocaron su fría tez, me rompí como una pieza de alfarería, no pude más y tuve que salir. Éramos muy jóvenes y la gente nos consolaba, la gente a la que debimos brindar fortaleza.
De regreso no dijimos mucho, teníamos que regresar varios kilómetros caminando entre la oscuridad, llorábamos y teníamos la mirada perdida, agotados nos sentamos en medio de la nada formado un círculo. -¿Qué había pasado allá? Ese día nos marcó por siempre, ese día entendimos y valoramos cada momento de nuestras vidas y de nuestras familias, comprendiendo que todo es un instante… que para esa comunidad pudimos ser un halo de esperanza, pero que ellos para nosotros fueron mas trascedentes, llegamos como misioneros a “llevar” un mensaje pero al final nosotros nos trajimos más de ellos y más de su amor.
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